Carlos Álvarez: la crítica como militancia política
Fragmento del texto «Tres modelos de crítica de cine en Colombia»
Por Mauricio Durán Castro
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Nos dimos cuenta de nuestra colonización cultural, cuando deseábamos una industria de cine como existía allá, mientras acá no había ni película virgen para filmar.
– Carlos Álvarez
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Carlos Álvarez inició su labor como crítico con el seudónimo de Jay Winston en la página de cine del periódico bumangués Vanguardia Liberal entre 1960 y 1961, que retomó entre 1964 y 1965. Desde 1965 escribió para la revista especializada Cinemes, publicación de corta vida, donde empezó a tratar sobre documentales colombianos como Después de Palonegro y Camilo Torres, el mediometraje Ella y la reciente llegada de los “maestros” Julio Luzardo o Alberto Mejía, con Tres cuentos colombianos (1962) y El Río de las tumbas (1964), que pone en contraste con la abrupta aparición y censura a los largometrajes de José María Arzuaga Raíces de piedra (1961) y Pasado meridiano (1966). Entre 1966 y 1969, ejerció la crítica en el periódico de Bogotá El Espectador. Durante este tiempo se interesó por el cine documental y el Nuevo Cine Latinoamericano; viajó a Argentina donde conoció las obras de Fernando Birri, Fernando Solanas y Octavio Getino; y al Festival de Mérida en 1968 donde mostró su primer documental Asalto (1968). En este mismo año estuvo presente en la histórica “IV Muestra del Nuevo Cine en Pésaro” dedicada al Cine Latinoamericano, donde se estrenaron Memorias del subdesarrollo (1968) de Tomás Gutiérrez Aléa y La hora de los hornos (1968) de Solanas y Getino. Sobre cine colombiano escribió críticas elogiosas sobre los largometrajes argumentales de Arzuaga y el documental Camilo Torres (1967) de Diego León Giraldo; y alertó sobre la trampa del cine comercial que veía en Aquileo Venganza (1969) de Ciro Durán. Teorizó sobre la necesidad de iniciar una tradición cinematográfica en el documental y el cortometraje, alentando a la Universidad Pública –concretamente la Nacional─ a apoyar un proyecto de cine de interés social y cultural, no oficialista, antes que un cine industrial, comercial e incluso artístico. En 1975, tras realizar sus documentales más importantes: Colombia 70 (1970), ¿Qué es la democracia? (1971) y Los hijos del subdesarrollo (1975), dio a conocer su texto a modo de manifiesto El tercer cine colombiano, publicado en la revista Cuadro número 4 de 1978.
Con ocasión de la recopilación de varios de sus textos en el libro Sobre cine colombiano y latinoamericano, publicado en 1898 por el Centro Editorial de la Universidad de Colombia, Álvarez escribió el prólogo “El oficio de crítico de cine”, donde expone su posición acerca de la que debe ser la función del crítico y manifiesta su preocupación por la forma en que “las nuevas generaciones que acceden al mundo del cine, continúan desconociendo las bases principales y los principios que permitieron el afianzamiento de lo que hoy conocemos como el Nuevo Cine Latino Americano” (Álvarez, C. 1989. p. 8). En este mismo texto mostró las tendencias de la crítica frente al cine nacional y las reacciones de quienes realizan las películas:
Cualquier crítica aparece como un parásito y cuando no contiene alabanzas, es despreciada por los autores de los films. Es “como el despreciado pariente pobre: lo leen unos cuantos intelectuales semi-ociosos”, pero debería ser mayor su cantidad y mejor su calidad, en “periódicos, revistas generales o especializadas”, pues su tarea debe comprenderse en conjunto con la producción de una cultura nacional auténtica (Álvarez, C., p. 9).
Es necesario encontrar medios más directos, como la acción discursiva y crítica en cineclubes y discusiones con estudiantes u obreros, donde se proyecten películas como La hora de los hornos, que el mismo consiguió, distribuyo y exhibió en Colombia.
La crítica en Colombia valora aisladamente los productos de gran aceptación internacional, como un Bergman o un Fellini, y apenas le merece un mínimo de interés la producción nacional, es una crítica auto limitada y superficial que indica cuanto “desconoce el cine como un fenómeno cultural globalizante” (Álvarez, C., p. 10). Esta es la visión de alguien que se interesó por la aún incipiente producción nacional de los sesenta. Para Carlos Álvarez la crítica debe estar atenta al buen o mal cine colombiano sin ninguna clase de paternalismos, que antes de juzgar con referencias a la obra de Welles, Herzog o Altman, debe tener en cuenta las condiciones de producción locales. Así, y dadas las circunstancias del momento y lugar, aparece el ejemplo de la figura de los jóvenes críticos de la revista Cahiers, como Truffaut cuando se enfrentó a la tradición de la calidad del cine de su país en su famoso manifiesto: “Una cierta tendencia del cine francés”, para después realizar en la práctica cinematográfica las exigencias que hacía en el texto. De la misma manera Álvarez supone que la crítica colombiana también debe realizar sus propuestas y teorías propias, que por su parte las expuso en su manifiesto “Un tercer cine colombiano”, influenciado este por el de “Hacia un tercer cine” de Getino y Solanas.
Para Carlos Álvarez, la crítica de cine en Colombia adquiere una mayoría de edad con la aparición de la revista Guiones en 1962, con el impulso de Ugo Barty, Héctor Valencia y Abraham Zalzman, que alimentó el nacimiento de la posterior Cinemes en 1965, donde el mismo publicó. Pero esta se acabó al cuarto número y sus mejores críticos se acomodaron a cualquier otro medio de comunicación. Solo cineclubes como el de “algunos muchachos de Cali” a principio de los setenta, podía ser el lugar de donde surgiera el cine que Álvarez esperaba: sinceros y valientes documentales y cortometrajes (Álvarez, C., pp. 44-46). En “Cultura, universidad y cine” publicado en la Revista de la Universidad Industrial de Santander en 1970, se pregunta por la responsabilidad de las instituciones educativas en la formación del público y la producción de un cine no industrial ni comercial, sino comprometido social y culturalmente con la realidad del país. La relación de la intelectualidad con el producto cinematográfico le parece ambigua, pues tras despreciar el cine por su masividad y mal gusto, pasa a lamentarse por la incomprensión que el público tiene de películas con propiedades artísticas, sin preguntarse “de fondo sobre el carácter social del cine y del público”. Esta actitud se encuentra reflejada en una crítica idealista que pide al gran público que comprenda “después de ver un doble con Antonio Aguilar, el último Antonioni”, y exige a los realizadores nacionales que no hagan tantas imitaciones de Aguilar, sino más bien de Antonioni, sin tener en cuenta el contexto económico donde y como se produce el cine local, ni tampoco el contexto social y cultural del público. Álvarez analiza además como este tipo de crítica es producto también del pensamiento dominante, el “producto ideológico” de la burguesía media del subdesarrollo, sin consciencia de clase e idealista (Álvarez, C., pp. 57 y 58). El compromiso de la crítica desde su perspectiva revolucionaria, debe ser claramente el de transformar la realidad, y esto debe hacerse dentro de la nueva maquinaria que compone el cine, que además debe ser transformado en sus diferentes lugares de producción, distribución, exhibición y crítica. Es decir, la crítica debe ser un elemento actuante en la transformación de la manera de “ver” el cine del nuevo espectador. Así el espectador, en paralelo a esta transformación en su visión, podrá comprender de manera radicalmente dialéctica, su propia realidad para transformarla. La labor de este crítico solo podrá hacerla desde el momento en que el mismo tome consciencia de su situación de intelectual burgués, quizá promotor de un cine artístico y que celebra a los grandes autores del cine de festivales europeos, para comprender la condición socio económica de su realidad e interesarse en trabajar en su transformación desde la crítica, cineclubes y foros de discusión entre estudiantes y obreros. En su proceso, desde las primeras críticas a principios de los sesenta hasta su construcción teórica más clara a mediados de los setenta, Carlos Álvarez asume esta transformación que exige al crítico.
En cuanto a los métodos, en “El oficio de crítico de cine” hace ver la no especificidad de la crítica, su ambigüedad o hibridez: “No es el film, con sus logros o desaciertos, ni es literatura, con su especificidad u originalidad” (Álvarez, C., p. 9). No se aprende en ningún lugar, solo se alimenta, por no decir que copia los parámetros, de las revistas españolas, francesas o inglesas. Debe haber un lugar, en espacios como los cineclubes o las escuelas de comunicación y de cine, que se proponga como semillero de nuevos críticos que consideren la gran importancia de su labor y la hagan con la mayor responsabilidad, seriedad y conocimiento. En su metodología, este hijo de su época y su condición histórica y social, toma de la teoría y análisis dialécticos y materialistas de la realidad social expuestas por Marx, Engels, Luckács y otros, para sustentar una práctica política que combine diferentes formas de lucha, tales como el discurso crítico con el público, el activismo en universidades y sindicatos, la realización cinematográfica y la crítica y teoría del cine, como partes de un solo proyecto: el de transformar dialécticamente la realidad social colombiana. En su texto “Cultura, universidad y cine”, cita el Anti-Dührim de Engels: “En toda sociedad de desarrollo espontáneo de la producción, no son los productores los que dominan los medios de producción, sino estos los que dominan a aquellos”. Esto impide que se dé una transformación social hasta tanto no se invierta esta relación, cuando los productores se apropien de los medios de producción (Álvarez, C., p. 59). Este sustrato teórico se une así a la práctica, en el caso del cine latinoamericano con las teorías y prácticas de Birri, Getino y Solanas, Jorge Sanjinés, García Espinoza o Glauber Rocha, a lo largo de un continente conmocionado políticamente por el proceso de la revolución cubana, que invitaba a usar los medios de producción en función de una transformación social radical. Álvarez se apropia de estos ejemplos para llevarlos al campo de la crítica, la teoría y la práctica cinematográfica.
Frente a la falsa dicotomía entre un cine industrial y otro de atributos artísticos, propone a la universidad colombiana tomar el ejemplo para sus programas de estudio y sus producciones, de cierto cine latinoamericano: el de Fernando Birri en la Universidad del Litoral en Santa Fe, donde realizó con estudiantes su famosa “encuesta social” Tire Die (1958); el del grupo “Cine Liberación”; el del “Tercer Cine” de Octavio Getino y Fernando Solanas; o el de la escuela de Cine Experimental de la Universidad de Chile en los años sesenta. Todas estas son experiencias que escapan a la tentación comercial (primer cine) y a la del autor artista (segundo cine), para comprometerse con una tercera opción que consista en construir un cine desde la base, que documente, reflexione y represente su propia realidad. Álvarez enfatiza en la necesidad de un cine documental que no responda a requerimientos comerciales ni industriales, es decir, que pueda ser corto, medio o largo y estar filmado en formatos más económicos, como el de 16 mm. En “El oficio de crítico de cine” examina la circunstancia política, social y económica de Latinoamérica, “conformada por países-islotes, carentes de comunicación entre sí y más notoria cuando se trata de expresiones culturales no tradicionales” como el cine documental (Álvarez, C., p. 7). En estas circunstancias el cine debe ser “un proceso cultural que partiendo de las condiciones sociales y económicas, pasa por los avatares de su concepción y realización, y culmina cuando llega al espectador” (Álvarez, C., p. 8). El momento de la recepción debe ser de capital importancia en los niveles de diversión, reflexión, discusión y crítica colectiva, con el que una comunidad aprende un punto de vista sobre la realidad, lo discute y lo comprende. Tal proceso mejorará cuando lo asuma analítica y críticamente un público cada vez más maduro: “El cine de cada país, y de la región en general, debe apuntar como una operación consciente, hacia la formación, afianzamiento y desarrollo de una identidad cultural propia, descolonizada y liberadora” (Álvarez, C., p. 8). Así, Álvarez prefiere tomar una posición extrema y radical que, aún con excesos, no se conforme con cualquier cine que se realice en Colombia. La crítica en su relación con la producción, aunque siempre se realice posteriormente a la producción cinematográfica, no debe ser inútil ni superficial. Solo así podrá darse en el Nuevo Cine Latinoamericano una distancia entre el cine soñado y el realizado, distancia que debe vislumbrar la teoría y la crítica.
Carlos Álvarez examinó la historia del cine colombiano en “Colombia: una historia que está comenzando”, ponencia presentada en la IV Muestra de Cine Nuevo de Pésaro en 1968. En ella propuso que el cine colombiano nacería cuando sus realizadores tuvieran una “perspectiva histórica, social y política”, y se hubieran despojado de cualquier influencia del cine extranjero: de la tentación de imitar al cine industrial y comercial de Hollywood, o de la pretensión intelectual de la Nueva Ola francesa, o del más próximo, el cine mexicano (Álvarez, C.. p. 39). En esta Historia el balance del cine colombiano es desolador hasta los años sesenta, cuando aparecen las prometedoras personalidades de José María Arzuaga con Pasado meridiano y Diego León Giraldo con el documental Camilo Torres.
Su texto más conocido como propuesta y manifiesto es “El tercer cine colombiano”, donde recoge muchas de sus experiencias como crítico, teórico, realizador y militante de izquierdas, para exponer claramente su idea de lo que debe ser el cine en este momento en el país. Se publicó en la revista Cuadro número 4 de 1975 y fue traducido al alemán para hacer parte del libro de Peter Schumann, Kino und Kampf in Lateinamerika. Como su referente inmediato, “Hacia un tercer cine” de Getino y Solanas, se parte del reconocimiento de una realidad concreta geopolítica y social, de situarse de manera consciente y descolonizada en el Tercer Mundo, del que hace parte Latinoamérica y concretamente Colombia. Solo así puede pensarse en “qué clase de cine es factible y necesario en un país como Colombia, subdesarrollado, dependiente y capitalista atrasado” (Álvarez, C., p. 92). En estas circunstancias Álvarez no encuentra posibilidad para un cine industrial y comercial (primero), ni para uno de autor (segundo), por lo que propone, conociendo desde 1968 la experiencia argentina de Birri, Solanas, Getino, etc., los siguientes postulados:
1) El cine para Latinoamérica tiene que ser un cine político. 2) Tiene que ser “el cine de los 4 minutos”. Su tiempo clave. 3) Será hecho con las mínimas condiciones. No importa tanto la hechura como lo que se diga. 4) Tiene que ser cine documental. 5) Hoy peleamos con el cine en la mano. Mañana las condiciones cambian, y pelearemos con otra cosa. No somos inmutables. Es decir, este cine, como todas las actividades en Latinoamérica tendrá que ser terriblemente dialéctico (Álvarez, C., p. 95).
Se trata de un cine que como acto político busca transformar la realidad, sin desconocer el trabajo de producción inserto en todo un circuito que incluye la distribución y exhibición de películas y, necesariamente, la formación de públicos en discusiones, cineclubes y en la crítica y teoría del cine. “Es un cine que pretende cambiar toda la forma tradicional de “ver” cine” (Álvarez, C., p. 96). Parte de su eficacia política está dada por su velocidad de producción, como también de proyección y recepción de sus mensajes en 4 minutos: films “incompletos” y “provocadores” que serán completados por los espectadores, aunque se deberán aplicar lo mejor posibles los pocos medios que se tengan a la mano. Para Álvarez vale más, hacer muchos y veloces documentales de 4 minutos que un único largometraje argumental. Además, solo gracias a su rapidez, formato y relación documental con la realidad, puede cumplir la promesa de ser terriblemente dialéctico al momento de mostrar, criticar y dar a pensar la realidad que se dispone a transformar mediante un espectador crítico y activo. Para él este cine comenzó a hacerse en 1967 con Camilo Torres de Diego León Giraldo, que empezó a filmarse cuando murió Camilo en 1966, y después con los trabajos Chircales (1971) y Planas (1970) de Martha Rodríguez y Jorge Silva, El Hombre de la sal (1969) y Los santísimos hermanos (1970) de Gabriela Samper, Oiga vea (1971) de Luís Ospina y Carlos Mayolo, otros de los colectivos “Critica 33” y “La Rosca”, Un día yo pregunté (1970) de su esposa Julia Álvarez, y los suyos: Asalto, Colombia 70, ¿Qué es la democracia? y Los hijos del subdesarrollo. Lamenta finalmente que en 1975 no haya más sangre joven que citar, ya que los demás realizadores están dedicados a la publicidad o los cortometrajes de sobreprecio. Este texto da cuenta de su pensamiento sobre el cine, formado desde la crítica hasta la teoría y práctica con toda consecuencia, la que incluso lo llevaría a la cárcel a principios de los setenta. Son años de beligerancia política, cultural y artística, de rechazo absoluto a las acciones del capitalismo colonialista, y de la promesa de transformación política y social que representaba la Revolución Cubana y la lucha del pueblo vietnamita. La palabra “lucha” se inserta en este manifiesto, como en el de Getino y Solanas, o en los contemporáneos de Glauber Rocha y Jean Luc Godard. El cine es claramente pensado y manipulado como un instrumento de transformación política y social de la realidad, política al buscar cambiar órdenes establecidos de los que denuncia su injusticia social, y social al acceder a una transformación del pensamiento de sus espectadores. En este último juegan papeles importantísimos la producción y la crítica, solo que esta debe ejercerse sobre todo en los cineclubes, foros y otros espacios de discusión que acompañan de manera directa la proyección de las películas. En contraste con esta propuesta de “Un tercer cine”, Álvarez realiza un estudio sobre la producción del sobreprecio a partir de la creación de la Ley de estímulo en 1971, dictaminando un triste balance de este pretendido cine industrial o “Primer Cine”.
Sus películas Asalto y Colombia 70 no excedían los cuatro minutos; los mediometrajes ¿Qué es la democracia? y Los hijos del subdesarrollo, fueron presentadas muchas veces por su autor en cineclubes, manifestaciones estudiantiles, sindicatos, barrios obreros y otras poblaciones marginales, y en conjunto con otras películas como La hora de los hornos, en proyectores de 16 mm., que llevaban los mismos organizadores a cada sitio. Quizá sus discursos, y sobre todo sus retóricas, hayan recibido muchas críticas por su carácter de evidente didactismo político, pero esta era su intención radical: antes que divertir, o enseñar el arte cinematográfico, contribuir a transformar la realidad en función de una política y partidos determinados. Este fue el canon buscado y consecuentemente propuesto y realizado tanto en la teoría como en la práctica audiovisual. Luego vendrían otras propuestas que, incluso, revisarían con todo respeto la de Carlos Álvarez, como las de Andrés Caicedo y Luís Alberto Álvarez.
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Mauricio Durán Castro
Arquitecto de la Universidad de los Andes. Ha realizado diferentes cursos de producción y realización cinematográfica. Ha sido director del Cine Club de la Universidad Central y editor de la revista Cuadernos del Cine Club. Sus áreas de interés y conocimiento son la teoría y la historia del cine y la relación del cine con la ciudad moderna. Actualmente hace parte del Grupo de Investigación en Terrorismo e Imagen de la línea Imagen, Política y Arte.
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