Gabriek RodriguezUna aproximación a La virgen de los sicarios:
contraste entre el lenguaje literario y el fílmico

Por Gabriel Rodríguez
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]RESEÑA[/textmarker]

.
.
.
.
.

“Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”, dice Arturo Cova en “La Voragine” y ésta declaración parece flotar y permear toda la historia de “La virgen de los sicarios”. Una historia de amor atravesada por un río de sangre, un afán exterminador, un nihilismo que rechaza todos los valores cristianos, que desprecia la vida y el tiempo: un amor por lo efímero y por el silencio —fugaz silencio encarnado en la figura del sicario, ángel de muerte, niño eterno que acalla voces y cierra historias para terminar abierto en canal como una bella pieza de museo profanada. Fernando, el protagonista, se sumerge en la ciudad hasta sus bajos fondos, se zambulle guiado por Alexis, por las calles de una Medellín caótica, posterior a la muerte de Pablo Escobar, para ofrecernos una visión cercana y humana del fenómeno del sicariato: el negocio de la muerte. Las comunas son esa selva, ese infierno que lo llama a sus fauces para devorarlo. Pero este personaje no es Arturo Cova, es un ser sosegado, sin valentía, resentido. Un viejo que saborea el último suspiro de erotismo, de sensualidad y que pese a su intención manifiesta de morir, se aferra a la vida acercándose a un joven que representa lo opuesto a ésta: un asesino.

La virgen de los sicarios - pelicula - Revista Visaje
Fotogramas de la película La virgen de los sicarios (2000) – Barbet Schroeder

.

Sin embargo, el tono imponente e irreverente de la novela se pierde en la adaptación cinematográfica. La filosofía del narrador sólo aflora en un par de chispazos intermitentes cuando se enfrenta al ruido de la ciudad, a su mezquindad y violencia. El desarraigo y la desesperanza de no encontrar rastro alguno en la ciudad del esplendor mítico de su niñez, no son palpables en la adaptación y cuando lo intenta no está bien logrado. La poesía encabronada de Vallejo, su memoria juguetona e irrespetuosa del tiempo lineal, no encuentra, en el relato fílmico, una forma de expresarse: la narración que propone Schoreder va en una sola dirección, sin giros, sin sobresaltos, expedita hacia un final sin sorpresas, solemne y discreta como un obituario. La mirada dolorosa de un colombiano en el exilio hacia su pasado y sus orígenes en contraste con la mirada curiosa de un extranjero.

La carga autobiográfica y confesional que tiene la novela no está presente en la película. El narrador, en el relato literario, se confiesa, se desahoga ante un interlocutor indeterminado —quizás un espejo, quizás un diario—. Recuerda aquella última vez que amó. El narrador en primera persona es, al traducir la obra al lenguaje cinematográfico, remplazado por un narrador omnisciente que nos presenta los personajes a través de diálogos. Se extraña la voz en off pero hay que admitir que los diálogos son un acierto; los protagonistas interactúan y el lenguaje “del bajo mundo” paisa, dota de verosimilitud al relato y aunque no consigue construir un personaje complejo en ningún caso, la violencia, la muerte como negocio y la ciudad quedan retratados de manera certera.

La división en cuanto a la iluminación (claro- oscuro) dan cuenta de una intensión por rescatar elementos presentes en la novela: las iglesias, en su interior, son lugares oscuros y tétricos, representando así, la relación amor-odio que el protagonista tiene con la religión: algo heredado, como un vicio, una enfermedad que debe extirpar de su ser. La presencia de tonos azules en los espacios interiores y el colorido de los exteriores (atiborrados de elementos decorativos, de caos, de ruido) se pueden interpretar como la relación que vive Fernando con su pasado, su personalidad turbada enfrentada con la Medellín que encuentra al volver de su exilio. Una ciudad de fuegos artificiales y fugaces como los recuerdos.

La virgen de los sicarios - Revista Visaje
Fragmento de la película La virgen de los sicarios (2000) – Barbet Schroeder

En la novela los personajes toman vida y se presentan a través de un foco, la mirada de Fernando. Todo lo que llega al lector es según las verdades del personaje principal. De este modo, los personajes, con voz y fuerza propia, se liberan del narrador. Sin embargo, la introspección, presente en Fernando en el relato literario, se diluye y se echa de menos en la película. La crítica mordaz, el nihilismo y la irreverencia pierden fuerza cuando en el filme el personaje dialoga pues sus interlocutores no son válidos (cuando le espeta a los dos hombres en el metro que él es un gran gramático o cuando conversa con Alexis sobre la Medellín de su infancia).

La transformación que sufre Fernando, especialmente en su relación con la violencia, es distinta en ambos relatos. En la novela, la actitud del protagonista oscila entre la sorpresa y la costumbre, entre el asombro y la rutina, entre la moral y el desprecio por la religión que dictamina el comportamiento moral; reflejo esto de la relación con la muerte y la violencia que el personaje vive, dicotomía que subyace en su discurso: conflicto entre la cultura paisa heredada, la religiosidad y su filosofía de vida. En el filme, en cambio, el asombro inicial se transforma en voyerismo, en morbo: Después de cada asesinato cometido por Alexis, Fernando, impertérrito, se acerca a los cuerpos para observarlos, en una fascinación que contradice sus palabras de indignación. Huye sin remordimiento como si matara a través de Alexis convirtiéndose en un sicario por interpósita persona.

El aspecto erótico es uno de los principales aciertos en la adaptación de la novela a la pantalla. El sexo, en una retórica erótica mojigata, incapaz, desaparece en la novela. Thanatos vence a Eros pues su fuerza es mayor. El ritmo de la carrera exterminadora desciende en los momentos de intimidad pero no nos cuentan nada. El temor ante la sexualidad subyace bajo esta omisión —silencio elocuente que destila vergüenza, complejo, temor al juicio social— y aunque pueda parecer un desacierto, juega un papel importante en la construcción del personaje: recato y pudor para el sexo, desparpajo y fascinación por la muerte. En la película, en cambio, los encuentros homoeróticos son más explícitos. El apetito sexual de Fernando parece responder a su deseo de morir: se abraza al sicario, representación de la parca, en la oscuridad de la noche.

En conclusión, es importante destacar que el elemento ideológico y filosófico es muy difícil de trasladar al cine. Su traducción, intangible, deja huérfana a la película cuando pretende ser fiel a la novela. El relato cinematográfico, como un relato independiente, debe producir su propio discurso y su propio tiempo. En la novela, la memoria va y viene y un hecho desemboca en un torrente de imágenes del pasado, pensamientos sobre la actualidad de la sociedad colombiana e intenciones y deseos para el porvenir. Es un tiempo que oscila, que gira. En la película es lineal y es ahí donde el alma de la historia desaparece. Sólo la música enriquece el relato fílmico y lo rescata pues actúa como pivote emocional y agente motivador del personaje protagonista. La ausencia del componente filosófico de la novela y su mordacidad, son reemplazados con acierto por el deseo de atrapar el tiempo perdido, la inquietud por la cercanía de la muerte, la turbación que produce la soledad: “Un amor que se me fue, otro amor que me olvidó por el mundo yo voy penando. Caminar y caminar ya comienza a oscurecer y la tarde se va ocultando. Amorcito que al camino va, amorcito que perdió su nido sin hallar abrigo en el vendaval.

.
.
Gabriel Rodríguez
Estudiante de Licenciatura en Literatura de la Universidad del Valle. Hace parte del comité editorial de la revista estudiantil de literatura “Lexikalia” y actualmente cursa octavo semestre.