Fuera de cuadro
Por Juliana Soto
Egresada de la Escuela de Comunicación Social
Universidad del Valle
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]ENSAYO[/textmarker]
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Intenté fijarme en qué tanta hambre tenían, en si les gustaba lo que comían o si estaban fingiendo el hambre. Fingían. Intenté fijarme en sus ojos, en su traje de plástico y tela negra. Me imaginé el traje colgado en un tendedero.
Quise ser invisible, pero sobre todo irrecordable. Me di cuenta de que para algunos el calor de Cali era ajeno y agobiante. Me fijé en si nos grababan. Comieron chorizo y arepa. Después se hicieron en el puesto de fritanga de la señora que bailaba al ritmo de la música que nosotras poníamos en la radio.
Estábamos a unas cuadras del cruce de Puerto Resistencia, afuera del Salón Comunal de Mariano Ramos. En la radio hablábamos del cambio de los ruteros en los jeeps que van al oriente de la ciudad. A partir de esa tarde, los cartelitos de acrílico que sirven para anunciar los lugares por donde pasan los jeeps ya no dirían «Puerto Rellena». Ahora su destino sería «Puerto Resistencia». Un gesto propuesto por artistas y vecinos del sector, que fue alegremente recibido por los conductores de los jeepetos azules.
Hay un video en el que se ven nuestros ojos prevenidos. Fue difícil concentrarnos en las entrevistas mientras ellos nos miraban. Al cabo de una hora, más o menos, se fueron al parque que había al frente a reunirse con los demás (porque había más). Se fueron y nos dejaron a un militar armado con un fusil en el puesto de chorizos, pero no comió nada. Ya no hacía falta. Los niños jugaban en la misma esquina. Uno no se aguantó las ganas y le preguntó si esa arma era un fusil o una metralleta. Se nos cortó la voz. Era nuestro niño.
Militares y Esmad escucharon la historia del barrio Unión de Vivienda Popular que nos contaron en la radio. Escucharon que hay un grupo de mujeres que ha ido tejiendo un mapa de Cali que marca los puntos de resistencia renombrados por la gente, en un costurero público e itinerante. Escucharon por qué cambiar los ruteros es un gesto político, de reexistencia. Una forma en la que la comunidad se representa a sí misma y nos dice a los demás cómo quieren ser llamados y en ese nombre, nos dicen quiénes son y quiénes han sido.
Nunca sabremos si algo de eso les hizo eco. Si escucharon o si también fingieron. O si estaban ahí esperando escuchar alguna cosa que les sirviera de excusa para que el paisaje de guerra que ellos habían instalado, ardiera.
«(En los años 60) a pesar de que ningún terreno se adecuó con obras mínimas de infraestructura urbana (carreteras, acceso a energía, agua potable, alcantarillado, entre otros) los traslados (de las familias desplazadas) se efectuaron, siendo los propios pobladores quienes en vista de las circunstancias emprendieron obras, haciendo sistemas de alcantarillado artesanales o rellenando el terreno tratando de contrarrestar lluvias, inundaciones y humedad, asumiendo mano de obra y financiación de la construcción de sus casas», cuenta Gerson Vargas, artista de este sector en su trabajo sobre la historia del barrio «Unión de Vivienda Popular» que hoy se divide en cuatro barrios: República de Israel, Mariano Ramos, Antonio Nariño y la Unión.
A Puerto Resistencia le sobran las razones para querer llamarse así. Ahora lo dicen los ruteros y el antimonumento hecho por esas mismas manos obreras que tuvieron que levantar sus casas en medio del abandono y que han levantado a toda esta ciudad.
Al final de la transmisión uno de los líderes de la iniciativa del cambio de los ruteros volvió a los micrófonos y nos recordó que no podemos naturalizar a los hombres armados que habían estado toda la tarde a nuestro lado, mientras nosotros cambiábamos unos ruteros, conversábamos en una radio y tejíamos una colcha.
No podemos. No puedo. No me olvido.
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Ecologías sonoras en resistencia
Me imaginé que la guerra sería como un tinnitus.
Que todo quedaría suspendido, ahogado en la desolación.
Pero la gente nunca dejó de venir al parque a jugar básquet y fútbol.
Y mientras sonaban los helicópteros
Y los aviones militares
También sonaban los golpes al balón.
Ayer unos cinco o seis disparos de bala pa pa pa pa pa
Desde que comenzó la pandemia, un grupo musical pasa
por aquí los viernes por la tarde.
Minutos después de los disparos
le dieron play a la pista musical
y empezaron: “Colombia tierra querida”.
En estos días de mayo y junio he pensado en las ranas que viven en Cali.
Son muchas y cantan desde las 6 de la tarde.
Cuando los militares comenzaron a
hacer vuelos de prueba sobre
el lago Mono, en Estados Unidos,
las ranas de ese parque natural perdieron su sincronicidad,
cuenta Bernie Krause, ecologista del paisaje sonoro.
Según Krause, que estaba grabándolas en los años 90,
las ranas tardaron aquella vez unos 45 minutos antes de volver a sincronizarse tras el paso de los aviones.
Y mientras tanto, un par de búhos y un coyote hicieron de las suyas.
¿Cuántas ranas habrán sido cazadas por sus depredadores
en estos días de aviones y helicópteros militares
sobre el cielo de Cali?
Las ranas, que son muy pequeñas, cantan juntas para hacerse fuertes.
Es tanto lo que suena afuera.
Ayer arrastré un bafle para que las vecinas y vecinos de
Llano Verde y del Morichal
escucharan a la maestra Nidia Góngora cantar “Compartir compartir con alegría porque el mundo se olvidó de compartir”
Y bajo ese solazo guardé su voz
Y el sonido de los aplausos de los niños
y guardé el ritmo de la rumba en la uramba.
Nunca pensé que en la guerra
yo iba a pensar en las ranas
Y también iba a celebrar un cumpleaños,
a abrazar y a arrastrar un bafle.
Yo pensaba que la vida se iba a detener.
Pero ayer llamaron a mi casa
y en vez de preguntar “con quién hablo” pregunté “con quién hablas” Y con esa confusión tuve para soltar una carcajada tan fuerte
que asusté a mis gatas.
El afuera entra en mi casa a través de las transmisiones en vivo y de los sonidos de los aparatos de la guerra y se instala a veces en mis brazos, a veces en mi pecho, a veces en mis rodillas.
Cali no está en calma, Cali no está a salvo. Cuando nos oigan reír, somos como las ranas haciéndonos fuertes.
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Maria Juliana Soto:
Docente, investigadora y creadora de contenidos para proyectos de comunicación y artes visuales. Trabaja en el campo de los derechos humanos en relación con la cultura digital. Es una de las fundadoras del Colectivo Noís Radio y de la editorial Sic Semper Ediciones.