Luz Silenciosa
Por José Teodoro
Traducido por Elvia Saenz
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]RESEÑA[/textmarker]
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En la primera escena de Luz Silenciosa comenzamos como si estuviéramos perdidos en el cosmos y terminamos con los pies bien firmes sobre la tierra rasa. El mundo se llena de vida transfigurándose gracias al sol naciente. Se materializa primero como una forma burda, luego se torna en una delicada silueta y finalmente se vuelve un paisaje rico en color y textura. A través de la película, el énfasis está en el reconocimiento de lo maravilloso dentro de los eventos más ordinarios, dirigiendo nuestra atención no hacia el virtuosismo del director, sino hacia el esplendor del que él no es sino un mero testigo. Sin embargo, cuando la cámara nos muestra el paneo inicial y el subsiguiente zoom que se expande, hay la sensación de que está escogiendo esa escena bucólica en particular entre una vasta galaxia de posibles imágenes. Del universo infinito de posibilidades, el director Carlos Reygadas hace una elección, y es precisamente eso, el peso de las consecuencias de tener que escoger, el punto central del argumento de esta película.
Ambientada en medio de una comunidad Menonita en Chihuahua, México, hablada en su lengua tradicional Plautdietsch, un alemán arcaico, el núcleo narrativo de Luz silenciosa, es la simplicidad misma: un triángulo amoroso. El granjero Johan (Cornelio Wall) está casado con Esther (la escritora canadiense Miriam Toews). Sin embargo, Johan quiere a otra mujer menonita de la comunidad, Marianne (Maria Pankratz), y tiene un affaire con ella. ¿Con quien debería estar Johan? ¿Con la madre de sus hijos y la mujer con la que construyó su vida, o con la mujer con quien comparte un amor de una intensidad sin precedentes y con la que se siente identificado? ¿Debe Johan honrar esta pasión sobrecogedora y cambiar su destino o, tal como se lo dijo a un amigo, debe un hombre valiente construir su destino con lo que tiene? En línea con un sistema religioso basado en el pacifismo, las disquisiciones emocionales y morales carecen de dramatismo. Quitándole todas las convenciones sociales usuales sobre el adulterio y manteniendo una indiferencia rigurosa sobre los dictados religiosos de la comunidad, Reygadas propone unas preguntas básicas sobre el amor, el respeto y la responsabilidad, de una manera que es refrescantemente abierta y emocionalmente directa.
En contraste, su película Batalla en el cielo (2005) es un laberinto de metáforas e imágenes provocadoras, acentuadas con unos incongruentes encuentros sexuales y unas recreaciones crípticas de los rituales religiosos, políticos y sociales de México. Pero en ésta, su tercera película, el director ha optado por un camino mas discreto, con la cámara mirando desde atrás y con una puesta en escena que rinde tributo a la fuente de la que es sólo testigo. Mientras que en Batalla en el cielo la cámara abandona la escena de sexo para hacer un delicado paneo de 360 grados sobre el tranquilo vecindario que se ve a través de la ventana de los amantes, llevándonos de la esfera de las sensaciones al mundo real, en Luz silenciosa difícilmente introduce perspectivas que no se proyecten naturalmente desde los personajes y el mundo que los rodea. Reygadas ha persuadido a un grupo excepcionalmente dedicado de actores naturales, no profesionales, para que representen unos papeles muy dolorosos y les deja espacio para que la ternura florezca, los conflictos se agudicen y las lágrimas afloren. Lo más cerca que llega Reygadas a forzar algo es cuando deja que la cámara se acerque para mirar el detalle, o cuando permite que los reflejos de la luz en el lente se integren a ciertas escenas de intimidad.
En una de las más bellas y sensuales secuencias de la película, los hijos de Johan y Esther se retozan en una piscina de agua corriente. La cámara, sostenida en la mano, divaga de los niños jugando en el agua hasta donde los padres están enjabonando amorosamente a una de sus hijas. Johan felicita a Esther por su buena técnica para refregar, que sin duda es una referencia al pasado, una cruel e inadvertida mención a la inminente extinción de su relación. El dolor de Esther no se hace evidente ahí, pero Reygadas permanece con ella hasta que desaparece del cuadro, totalmente desgarrada. La cámara sigue y se queda merodeando placenteramente en una imagen de un pastizal lleno de flores, al mejor estilo de Monet, confirmando la elegancia formal y la mesura de Luz silenciosa.
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Antes de dejarnos llevar por los elogios a Reygadas por su renuncia al escándalo y a su formalismo ostentoso en favor de una madurez artística, vale la pena notar que su nueva película no está inevitablemente atada a un mandato de observación inocente y naturalismo sereno. De hecho, todo en Luz Silenciosa está cuidadosamente calibrado para ganarse el Grand Finale en el que la sensación de lo maravilloso, implícita en el amanecer del comienzo, finalmente se hace manifiesta.
Luz Silenciosa es también una confirmación de la fijación de Reygadas en lo oral, que ha cultivado desde el principio de su carrera. De todas las transgresiones que distinguen a su impresionante debut, Japón (2002), la más poética es también la mas discreta. Mientras el protagonista sin nombre (Alejandro Ferretis, que con su increíble rostro angular, sus ojos hinchados y sus mechones de pelo negro me recuerdan a Al Pacino) se prepara calmadamente para suicidarse en un remoto pueblo en las montañas, le llegan o imágenes o sueños de una mujer hermosísima. Presumiblemente es su amor perdido y ella emerge del mar, mira hacia la cámara y luego va hacia Ascen (Magdalena Flores), la vieja viuda con quien este hombre se está quedando. La visión termina cuando la mujer joven, que asumimos que está muerta, besa a Ascen en los labios.
El gesto es provocativo, pero nunca tanto como cuando el protagonista se halla a sí mismo buscando renovación espiritual a través de la copulación con la beatífica, diminuta y muy arrugada Ascen.(no por coincidencia, Ascen es el diminutivo de Ascensión). El beso compartido por las dos mujeres no tiene nada que ver con depravación sino mas bien con la lógica particular de Reygadas sobre la trascendencia. Así tomemos ese acto como una premonición de la eventual muerte de Ascen o como el triunfo de la vitalidad de esta mujer a los ojos del suicida, la intención del momento es claramente ser sagrado y transformador.
De la misma manera, la memorable escena que cierra Batalla en el cielo con una mamada etérea, está cargada de un sentido seminal y trascendental. Antes de Luz silenciosa era difícil entender por qué Reygadas escogió este acto en particular – la bella y joven Ana (Anapola Mushkadiz) amorosamente “chupándosela” al impasible, mayor y gordo Marcos (Marcos Hernández) para simbolizar el acuerdo de redención mutua de esta pareja. Ahora, sin embargo, a la luz de las series de contactos orales que ocurren en cada película, de alguna manera se siente como una unidad, una constante preocupación por la boca y los labios como una forma de comunión sublime.
De pronto es una cosa católica, una forma de rehabilitar el ritual de la comunión. De pronto está fundado en la noción de la respiración como la esencia de vida. O de pronto es un asunto de Reygadas asignándole a los labios un poder supremo de transmitir conocimiento y dirección. El poder de la palabra, audible o no, silenciosa, como es generalmente el caso de los escenarios de Reygadas.
El peso de las influencias ha caído más pesadamente sobre Reygadas que sobre los otros directores, sus compañeros del Siglo XXI, incluyendo por ejemplo a Apichatpong Weerasethakul, quien sin duda comparte su inusual atracción por llamar la atención con actos sexuales cargados de un auténtico trascendentalismo. La fuente de este problema recae parcialmente en una desventaja crítica que enfrenta cualquiera que discuta películas con narrativas poco convencionales en términos en los que no abundan las comparaciones. Afortunadamente Reygadas no oculta sus puntos de referencia, ni en entrevistas ni en la técnica, imágenes o temática de las películas mismas. Japón es más que una brillante fusión entre Kiarostami y Tarkovsky; no hay duda de la influencia que estos directores ejercen sobre las películas de Reygadas: la fría recreación de la búsqueda del suicidio y el reconocimiento del artificio en el primer caso, y las larguísimas tomas, los portentosos travelings, la perspectiva de la autopista desde la silla del conductor (que recuerda Solaris), en el segundo caso.
Adicionalmente podemos asegurar que Reygadas ha encontrado su propia voz con Batalla en el Cielo, simplemente porque los muy variados elementos de la película parecen inexplicables, fuera de toda comparación, mientras que el uso extensivo de actores no profesionales constantemente, se escapa de los dictados Bressonianos para invitarnos a unos momentos de una emoción muy elaborada y a veces onírica. Sobre todo, Reygadas se prueba a sí mismo, no tanto como un artista del collage postmoderno sino como un convencido director intimista que va dibujando sobre la paleta de la historia del cine cualquier elemento que le ofrezca lo más jugoso, desechando las ideologías estéticas reduccionistas, que se supone que deben acompañarlos. Los precedentes fílmicos son simplemente una caja de herramientas; el medio para un fin.
Luz silenciosa complica las cosas porque esta vez nos ofrece un homenaje directo, y sin embargo sofisticado y atrayente. Excluyendo el momento mismo que conecta con un vínculo espectral con Ordet, el fantasma de la película de Dreyer (1955) comienza a materializarse dentro de los ambientes de Reygadas desde la primera escena, cuando Johan y Esther rezan silenciosamente en su cocina: el tic tac del reloj, la decoración sencilla de la casa rural, el aire particular de la docilidad, la humildad y el temor a Dios. Reygadas, quien se ha referido a Luz Silenciosa como “el hermano menor de Ordet,” parece apropiarse de la noción de que las dos películas sostienen un diálogo a través del tiempo, el espacio y las culturas, desviándose de vez en cuando hacia sus propios universos disímiles, para luego continuar la conversación y la comparación de notas acerca de la potencia de la verdadera fe, la promesa cumplida de la redención para todos, y el poder cinemático de la espera, la sorpresa y finalmente el despertar. Dejando de lado la sombra de Dreyer, es en esta película que Reygadas se ha suscrito, si es que alguna vez lo ha hecho, dentro de la filosofía de Bresson sobre la estructura narrativa, con la ardua intensificación emocional alcanzando la cima con un alivio exquisito.
En las manos de un talentoso director que tiene claro su propósito, la duración misma se vuelve una experiencia corpórea, y la perfección de sus largas tomas sugiere que Reygadas tiene esto muy claro. Un carro desaparece detrás de una subida, un taller se yergue totémicamente sobre una árida planicie, un padre y su hijo miran al horizonte blanco en búsqueda de algo que les brinde consuelo. Logrando un balance entre la necesidad imperiosa del ritmo, la historia y la coherencia visual, Reygadas y su editora Natalia López, han desarrollado Luz Silenciosa con una maravillosa precisión, depurando casi cada toma de una manera que estimula la mente para crear uno o dos pensamientos fugaces mientras mantiene el foco constante en construir el nudo dramático.
Cada vez que he visto Luz Silenciosa, hacia la mitad de la película llega la conmovedora escena en la que Johan y Marianne deciden separarse mientras sus manos comparten una secreta caricia, antes de que Johan se vaya a sentar en la camioneta con sus hijos a mirar una presentación de Jacques Brel en una televisión diminuta, he rogado para que la película se acabe ahí, en ese momento tan melancólico, que parte el corazón. Supongo que una parte de mí, ingenua o cobarde tal vez, quiere que esta historia de amor se acabe limpiamente, haciendo eco de la canción de Leonard Cohen, “True Love Leaves No Traces.” Y Reygadas me regala ese momento, y se lo regala a la audiencia de Brel que lo aplaude en esa granulada y fantasmagórica pantalla, y finalmente hace una transición al negro. Pero por supuesto, Luz Silenciosa esta muy lejos de acabarse.
Las largas tomas y escenas de la segunda parte de la película son acumulativamente dolorosas, como deben ser. Así como hizo Dreyer con Ordet, Reygadas nos hace esperar el milagro, como los asistentes al velorio en la penúltima escena, aquellos que han perseverado en este ritual extraño de esta historia deben ser pacientes, porque todo el que se haya quedado hasta ahora, debe quedarse hasta el final. La última sección puede ser dolorosamente agotadora, pero la recompensa es proporcional. Y una vez que el milagro llega y se va, Reygadas no desperdicia el tiempo regodeándose con su brillo: la cámara retrocede lentamente y se aleja, dejando un escenario de sol y tierra que se va yendo a la oscuridad, de donde vino.
*Este ensayo fue publicado originalmente en inglés para la revista Film Comment en la edición de Enero-Febrero de 2009
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José Teodoro:
José Teodoro es crítico de cine y escribe guión para cine y teatro. Reside en la ciudad de Toronto. Este ensayo fue publicado originalmente en inglés para la revista Film Comment en la edición de Enero-Febrero de 2009.
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