Andrés Caicedo: la crítica como terrorismo pedagógico
Fragmento del texto «Tres modelos de crítica de cine en Colombia»
Por Mauricio Durán Castro
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Ante la oscuridad de la sala
el espectador se haya tan indefenso como en la silla del dentista
– Andrés Caicedo
Andrés Caicedo realizó entre 1969 y 1977, una veloz y prolífica carrera de crítico de cine, cine-clubista, director de la revista Ojo al cine, guionista, actor y realizador, que además alternó con la de escritor de cuentos, novelas y obras de teatro. Publicó reseñas y críticas en El Magazín Dominical de El Espectador de Bogotá; en los periódicos Occidente, El País y El Pueblo de Cali; esporádicas colaboraciones en la revista peruana Hablemos de cine; y, desde 1974 hasta su muerte en 1977, editó su revista Ojo al cine que alcanzó 5 números y una gran influencia en el país. Como primera medida nos centraremos en tres textos: la entrevista para unas estudiantes universitarias “De la crítica me gusta lo audaz, lo irreverente”; la ponencia presentada en la Universidad del Valle en 1973 “Especificidad del cine”; y su texto inédito “El crítico, en busca de la paz, se da toda la confianza”; donde se puede apreciar su pensamiento en cuanto a la función, las tendencias, el compromiso, los medios y los métodos de la crítica. Luego se tendrán en cuenta también sus comentarios críticos y entrevistas a la obra de José María Arzuaga y a la aparición de Oiga vea (1971) realizada por sus compañeros de aventura Luís Ospina y Carlos Mayolo. Todos estos textos fueron publicados en 1999 en Ojo al cine, selección de sus escritos de cine que hicieron Luís Ospina y Sandro Romero.
En la entrevista Caicedo afirma que la crítica debe “desarmar, por medio de la razón (no importa cuán disparatada sea), la magia que supone la proyección” (Caicedo. 1999. 25). Defender al espectador del estado de vulnerabilidad que le propicia el mismo cine, parecido al del paciente en la silla del dentista. Debe entonces ayudar a “comprender”, más que “conocer”, los mecanismos de la ilusión realista que provee el cine: la cámara oscura y la reacción química de los soportes expuestos a la luz; los efectos de movimiento logrados al filmar a diferentes velocidades; los efectos ópticos que se logran con los diferentes objetivos; la escritura del guion; la puesta en escena; el montaje y las relaciones audiovisuales; incluso el efecto supremamente realista de la proyección cinematográfica. Aunque el público no desconoce estos mecanismos del cine, ni sus avances técnicos, sucede “que no los distingue”, por lo que la función del crítico debe ser ayudarle a distinguir estos mecanismos técnicos y sus efectos estéticos. Solo al distinguir y comprender, antes que conocer, el espectador puede decir: “comprendo esto, veo los trucos, no me pueden engañar, y el resultado de esta relación entre la pantalla y mi persona no puede ser la alienación” (Caicedo, p. 26). Se trata de poner en alerta a los aparatos de percepción y de juicio crítico del espectador, para que se defienda ante la sugestión realista, la hipnosis colectiva, que supone el cine en su proyección cinematográfica. Todos “conocemos”, sabemos que se trata de trucos y simulacros de realidad, realizados con sofisticadas técnicas de ilusionismo, pero no siempre se “comprende” como se logran tales efectos, y menos cuando se está sometido en la sala oscura a la proyección de la película. El crítico debe adoptar permanentemente este “mecanismo intelectual de defensa propia” para luego develar la operación del mecanismo cinematográfico en cada película, a sus amigos y al público en general (Caicedo, p. 25).
En cuanto a la noción de “lo popular”, Caicedo es bastante incrédulo en las buenas intenciones de quienes la defienden en general. En su ponencia “Especificidad del cine”, denuncia como lo que “comenzó siendo la distracción ideal para los analfabetos, es hoy el arte de los analfabetos” (Caicedo, p. 29). El ejemplo más contundente es el de la industria cinematográfica mexicana, que cuida celosamente y fortalece la ignorancia de su público, pues donde este aprenda a leer el cine mexicano desaparecería o tendría que revolucionar su estética. El acceso a la lectura marca una diferencia radical de calidad entre la literatura y el cine, que hace más popular al segundo. Aunque el cine también tenga su propio “código gramático”, para letrados e iletrados solo requiere de “la vista y el oído” de su público, y esto en el caso de la exhibición del cine mexicano en Colombia se hace totalmente evidente, pues es una de las pocas cinematografías habladas en español. Un gran porcentaje de este público acude al cine sin mayores prevenciones críticas, convirtiéndose en dócil e influenciable para la “transmisión de una moral y una ideología” (Caicedo, pp. 29 y 30). Mientras alguien que va todos los días al cine durante un año, no necesariamente va a saber más de cine y quizá solo ha alimentado una costumbre cultual que lo pueden llevar a la evasión de la misma vida, a la alienación, la neurosis u otros traumas como la desadaptación o la paranoia; quien lee semanalmente un libro, al año habrá adquirido un mayor conocimiento para poder elegir entre diferentes referencias la mejor opción y acción para su propia vida.
Caicedo considera que hay tres tipos de espectadores: el medio o pequeño burgués (que va a cine unas dos veces por semana y siempre acompañado); el intelectual (que lo considera una forma de arte y conocimiento, y sobre todo escoge películas de sus autores preferidos); y el lumpen (que se interna en las salas de barrio, lugar de bajo mundo y delincuencia, donde huye de la realidad y solo sale para ir a dormir). Esta clasificación es importante para la función que puede tener la crítica con el espectador. Ya se dijo que el cine es para Caicedo un objeto cultural dirigido a la vista y el oído del público, de manera que la representación realista del mundo será la que menos “esfuerzo de abstracción demanda para su aprehensión”. Es un arte que no exige prepararse intelectualmente, no se cuestiona durante la experiencia de su recepción, no permite discutir los criterios y estéticas de sus espectadores mientras sucede el espectáculo, como se dice: “hay que comer callado”. Es “de todas las artes, la que más dificultades pone para adoptar ante ella un mecanismo de distanciamiento, y por lo tanto, de reconocimiento” (Caicedo, pp. 30-31). Sin embargo, también tiene la posibilidad de realizar representaciones de la realidad más sofisticadas, construcciones simbólicas y alegóricas del mundo, abstracciones que requieran de una “lectura cuidadosa”, aunque obviamente este cine no se dirija a todo el público. Caicedo explica cómo el cine al ser un medio técnico tiene un resultado técnico diferente al de una mirada directa sobre la realidad. El aparato permite diversas ópticas, velocidades de obturación, encuadres y movimientos de cámara, revelados del negativo, formas de empalmar las imágenes, que crean distintos efectos técnicos que a su vez constituyen efectos formales que matizan, expresan, exageran la realidad, para terminar creando significados a partir de sus imágenes, es decir “valen lo que el sustantivo y el adjetivo” (Caicedo, pp. 32). Ante estas alteraciones de lo real, no se puede decir ya que el cine sea una perfecta ventana de la realidad, como a veces lo asume el espectador. Entonces, para los diferentes tipos de espectadores el cine tendrá distintos significados o sentidos: el pequeño-burgués, desde su pretensión intelectual, intenta apropiarse de modelos de interpretación con que reducir la obra y acercarla a su propia realidad, “de por sí pobre y colonizada y penetrada”; el lumpen, de manera más simple y sin pretensiones, juzga cada película por la aproximación del mundo representado a su propia realidad “cruel y peligrosa”, de ahí su gusto por géneros de violencia, en especial la callejera; el intelectual marxista, la juzga de acuerdo con la aproximación que tenga con la teoría que él tiene de la realidad, pudiendo ser una película progresista o reaccionaria; el hombre de letras, la enjuicia por la importancia de sus temas, sin preocuparse tanto por la obra del director y menos por los aspectos visuales y cinematográficos; y el espectador cineasta, busca comprenderla a partir del conocimiento que tiene del cine como modo de expresión autónomo, con sus técnicas de la puesta en escena y del montaje (Caicedo, pp. 32-33). Este último, que es de todos el más solitario, busca compartir a través de la conversación o de otros medios como la crítica, sus gustos, opiniones y apreciaciones; pero si no los logra expresar puede convertirse en un cinéfilo cada vez más solitario, desplazando la experiencia directa de su vida a la experiencia de ver películas, enamorándose de mujeres en la pantalla, apartándose cada vez más de su grupo social, enmudeciendo, empalideciendo e incluso “tartamudeando”, añade Caicedo completando su retrato en esta descripción.
En tiempos de Caicedo, los medios para ejercer la crítica eran dos: las columnas de cine en los periódicos y las revistas especializadas. En los primeros se puede tener un mayor número de lectores pero los textos que se escriben difícilmente sobrepasan un nivel informativo, didáctico o una opinión de gusto sin posibilidad de mayores argumentaciones. Caicedo escribió reseñas y críticas para los periódicos como Occidente y El Pueblo, en los que consiguió influir en un mayor número de lectores y espectadores, aunque sus escritos fueran alterados, recortados y censurado. En cambio en su revista Ojo al cine, realizada en colaboración con un importante grupo de amigos caleños, nacionales e internacionales, pudo expresarse de manera autónoma y decir todo lo que pensaba. Esta no contaba con más de dos mil lectores, pero se trataba de espectadores cinéfilos con los que podía desarrollar y argumentar sus modelos de análisis o interpretación.
A la pregunta de si el crítico debe ser “terrorista” o “paternalista”, respondió de manera inmediata y unánime a favor de la primera opción, aclarando que esta posición solo se puede lograr desde un medio propio e independiente. Considera que muy pocos han logrado mantener su “terrorismo” inicial, quizá Ugo Barty y Carlos Álvarez, pues los medios masivos tienden a ablandar a los críticos, que por más lúcidos que hayan sido terminan haciendo concesiones (Caicedo, p. 25). Caicedo reconoce metodologías como las de realizar análisis técnicos secuencia por secuencia o de una sola secuencia, pueden ser muy interesante, pero también pueden parecerle muy estériles al lector. Quizá le sirva al crítico más como método, para una mayor comprensión de la obra, pero tal vez no sea la mejor forma de exposición y escritura final para el lector. Consideraba que esta metodología solo había sido llevada a cabo en el país hasta estos momentos, en algunas páginas de la revista Ojo al cine (sus textos sobre ciertas películas de Pasolini) o en exposiciones y textos de Martínez Pardo.
[En Colombia], el resto de críticos no son ni siquiera teóricos sino interpretativos, analíticos aproximativos. Abunda aún el afán de encontrar simbologías o correspondencias argumentales en los films. Importa más, creo yo, la correspondencia visual, la imaginería iconográfica que una guía de las preferencias, arbitrariedades, obsesiones y aberraciones del autor (Caicedo, pp. 27-28).
Las diferentes posiciones, gustos e influencias en la crítica de Caicedo, parecen en momentos ambiguas o contradictorias. La mayoría de las veces aboga por la teoría del “cine de autor” que impuso la revista francesa Cahiers du Cinema en sus primeros años (1952-67), bajo el liderazgo de los futuros cineastas de la Nueva Ola: Truffaut, Chabrol, Rohmer, Godard y Rivette. En la misma entrevista Caicedo argumenta que “los niveles artísticos pueden seguir analizándose según la política de los autores, según la evolución de la carrera de cada director”; y prefiriendo también la crítica que asume posiciones desde “lo insólito, lo audaz, lo irreverente, lo maleducado”, que busca “desmitificar las grandes celebridades y los mensajes de gran importancia”, hasta poder encontrar “lo mejor en lo trivial” (Caicedo, pp. 25-26). Confiesa su predilección por un cineasta como Jerry Lewis, bastante despreciado por las tendencias más intelectuales o las más politizadas, que solo ven en él un vulgar cómico norteamericano; e invita a arremeter contra películas de autores reconocidos como El Pasajero de Michelangelo Antonioni, o contra un cine político italiano que terminó convirtiéndose en otro género más de la industria cinematográfica que tanto critican estas mismas películas. En su ponencia “La especificidad del cine”, insiste en su crítica a este género de cine político que termina rindiéndole “pingues ganancias a los mismos norteamericanos: la Paramount (Gulf + Western) y la Warner Bross (A Kinney Company)” (Caicedo, pp. 34). En la misma entrevista Caicedo responde que aunque el crítico debe escribir desde los “postulados concretos” de una ideología, él prefiere “hablar en términos de moral, de posición personal del crítico ante la obra de arte”, advirtiendo que tal moral debe ser de izquierda. Considera que un film debe analizarse además “a partir de la relación de este con la anterior carrera del director, con su género y con la sociedad a la que pertenece” (Caicedo, pp. 27). Pero también piensa que al hacer caso ciegamente a una ideología, el crítico y el cineasta pueden caer en una “situación de inercia y esterilidad” donde encuentren “la fórmula “perfecta” para resumir la función del arte”, pero más que “función del arte” solo se encontrará que tal ideología ha determinado su mirada sobre la realidad y el arte.
En “Especificidad del cine” Caicedo aborda de manera más precisa la cuestión de la ideología del cine y sus películas. Realiza un breve y elíptico repaso al inicio del cine, desde Lumière y Edison hasta Meliès y el cine soviético, para ilustrar cómo pasó de ser un medio de mostrar la realidad a un medio de contar historias de manera divertida, y luego en un medio al servicio de unas ideas y discursos por divulgar, convirtiéndose en “una forma de agitación política de probada eficacia, al servicio del partido”. Concluye que el febril momento de conjunción entre revolución bolchevique y nacimiento del cine soviético, con toda su potencia expresiva e innovadora, fue reducido por el partido a la “militarización de la cultura”, es decir, al realismo socialista stalinista como control de contenidos, convirtiendo al “cine soviético en la lamentable expresión artística que es hoy”. Sin embargo presiente que el espíritu del primer cine soviético y revolucionario, ronda en “la expresión de los países del tercer mundo que más sufren dominación económica y cultural del imperialismo” (Caicedo, p. 29). En cuanto al cine Norteamericano, consideró que la producción general de su sistema capitalista estaba en franca decadencia, habiendo perdido el “humanismo” y la “imparcialidad” que tuvo en su época clásica, para convertirse de manera descarada en un medio de propaganda dirigida de su ideología. La industria se ha politizado a favor de la ideología del sistema económico y político que la soporta. Por lo que Caicedo celebra dentro de este cine el trabajo de algunos pocos autores que vuelven a trabajar ciertos géneros clásicos pero desde una revisión crítica: Robert Aldrich, Arthur Penn o Sam Peckimpah.
Para Andrés Caicedo, “los críticos solo pueden dar testimonio del progreso del arte, si lo hay” (Caicedo, p. 26), pero quizá la excepción que confirma la regla sea el diálogo que los jóvenes críticos de Cahiers tuvieron con sus “autores” preferidos entre 1952 y 1967, haciendo que a partir de entrevistas y críticas “directores como Aldrich, Preminger, Hitchcock, etc; mejoraran o modificaran sus obras” (Caicedo, p. 26). Esta relación fue emulada a su escala por Caicedo y sus colaboradores cercanos en la revista Ojo al cine, en las entrevistas que hicieron a realizadores colombianos. En el caso de Caicedo a José María Arzuaga, Julio Luzardo y Marta Rodríguez y Jorge Silva, como también sus textos críticos sobre sus películas y otras como Oiga vea de Luís Ospina y Carlos Mayolo, o el extenso balance sobre el cine colombiano realizado en conjunto por Mayolo y Ramiro Arbeláez: “Secuencia crítica del cine colombiano”. Sin lugar a dudas la obra de Caicedo ha sido y sigue siendo de gran influencia para sus viejos amigos y sus siempre jóvenes lectores.
En “Especificidad del cine”, Caicedo propone que, para actuar en contravía de un cine industrial que es respuesta inmediata del capitalismo, y de otro que tras haber sido revolucionario en un momento terminó por burocratizarse a través de los empeños de partido por “ideologizar” el arte, es necesario entonces organizar políticamente los diferentes estamentos del cine. Estos distintos estamentos son la producción, la distribución y exhibición, y la crítica. Su propuesta para la producción, aquí sin la lucidez y convicción de Carlos Álvarez, Getino o Solanas, consiste en aprovechar las circunstancias del subdesarrollo de las condiciones de producción en Latinoamérica y el tercer mundo, para que el partido apoye proyectos cinematográficos que el ve como posibles con gran calidad en Cuba, dado la gestión del mismo Estado, o aún en condiciones de marginalidad como en Bolivia y Argentina. Sus ejemplos son precisamente La hora de los hornos y la obra de Jorge Sanjinés. Caicedo parece ignorar las urgencias de un partido comunista en su trabajo social y político, y sus escasos recursos en países altamente colonizados. Para la distribución y exhibición propone circuitos y lugares de proyección y discusión marginales pero permanentes, donde se llegue a otros sectores de población con películas didácticas y políticas: experiencia que no parece haber conocido ni haberle interesado mucho. Finalmente propone para la crítica que los orientadores o líderes políticos estén informados del cine como medio y arte, pues no basta con la formación marxista para que se comprenda cuando una película es real o falsamente revolucionaria, cuando es reaccionaria y también cuando una película reaccionaria puede revelar las contradicciones del sistema. En relación a la crítica Caicedo parece conocer mucho más el problema, cuando pone en evidencia el maniqueísmo de ciertas películas de izquierda que suponen personajes buenos (comunistas) y malos (reaccionarios). Esta advertencia a la crítica ingenua que busca orientaciones y posiciones políticas en su ejercicio, se aproxima a las editoriales que Comolli y Narboni hacen desde la redacción de los Cahiers en su momento de mayor radicalización política entre 1968 y 1972, advirtiendo como el producto cinematográfico surge inevitablemente de la industria capitalista. Estos textos reconsideran ciertas interpretaciones de izquierda ingenuas y reduccionistas, que dan la categoría de cine político a películas que simplemente denuncian problemas sociales, mostrando tiranos o héroes revolucionarios para hacer propaganda oficial de partido.
Una propuesta mucho más sincera, consistente y auténtica, un posible canon no solo para la crítica, sino sobre todo como manifiesto expresivo de este autor que se movía entre la crítica de cine, la creación literaria y la gestión y dirección de colectivos culturales como el Cine Club de Cali y la Revista Ojo al Cine, e incluso los intentos por realizar su película Angelita y Miguel Ángel, se encuentra en su texto “El Crítico, en busca de la paz, se da toda la confianza”. Inicia con una frase categórica: “América Latina es un continente con una expresión propia”, para encontrar en las expresiones artísticas (pintura, novela, poesía, teatro) de un continente que lucha por construir su propio futuro y comprender su realidad, “unos principio ofrecidos por el terror, el terror compuesto por hambre, ignorancia y persecución” (Caicedo, p. 34). Se aproxima así a otras propuestas dentro del cine latinoamericano, como las del “Cine imperfecto” del cubano García Espinoza y “La Estética del hambre” de Glauber Rocha; y también a la más antigua del “Manifiesto Antropofágico” de Oswald de Andrade en 1928. Una “Estética del terror” parece desprenderse de este introspectivo texto, donde Caicedo habla más de sus emociones y motivos personales en momentos donde ya es clara su posición tomada frente a una burguesía de la que es hijo, pero de la que repudia su inconciencia moral y la frivolidad de sus costumbres, las de sus compañeros de colegio y las “peladas” que le gustaban en ese momento. Esta “Estética del terror” fue también practicada en su oficio de crítico de cine como en sus creaciones literarias, teatrales y cinematográficas: que incluso evidencian sus gustos personales por géneros que exploran el miedo, el horror y el terror, tanto en el cine de serie B norteamericano, como en la narrativa de su amado Edgar Allan Poe y otros autores de la literatura gótica. Quizá “el supremo terror de no distinguir anormalidad de normalidad, injusticia de justicia, violencia de paz”, que aunque se sabe que existe, los “mecanismos de alienación” no permiten comprenderlo. Terror que sin comprenderlo solo aparece como un “conflicto privado” y quizá adolescente, pero que en su sensibilidad resulta haciéndose evidente y se objetiva por medio de la crítica y la creación: pues “las cosas solo se descubren, cuando se expresan” (Caicedo, p. 35). Convocar a un terror que explora ciertos miedos morales y sociales propios de la burguesía y, que puede tener también de razones metafísicas –“eso que se agita en las profundidades”-, pero que ante todo puede revelarse en la vida cotidiana e inmediata en la Cali de los años sesenta y setenta, dando magníficos ejemplos en sus cuentos y en el cine que harían sus compañeros Mayolo y Ospina. Como el mismo lo sitúa, un terror que se puede vislumbrar en “un trato diario con este sol nuestro, con el viento que viaja de los Farallones, a las cuatro de la tarde” (Caicedo. 35). Tal gusto por estos géneros determinados, no es gratuito sino que se conecta con su propia percepción y comprensión de la realidad, quizá la de un inconforme hijo de la burguesía latinoamericana, que explora su asco, repudio y horror, a través de imágenes y narraciones donde aflore el terror del que está hablando. Este terror no difiere de su posición confrontadora desde la crítica, en donde prefiere claramente no situarse del lado del paternalismo, ese “origen de la materia” que tanto repudia Caicedo, sino del terrorismo, tal como responde en la entrevista de “De La crítica, me gusta…”: “Hay que alertar al espectador […] del peligro que significa el acto aparentemente trivial de ir a cine […] desmitificar los falsos valores, las grandes celebridades, los mensajes de “gran” importancia” (Caicedo, p. 25).
El terror es además en su obra literaria no solo una poética y una estética, sino todo un género que luego derivó en lo que Mayolo bautizó como Gótico Tropical, e incluso el vampirismo que celebran y denuncian Mayolo y Ospina en la pornomiseria puesta en evidencia en Agarrando Pueblo (1977), que Caicedo no alcanzó a ver. Sin embargo los alcances de una estética del terror están latentes en Asunción de Ospina y Mayolo, y La Hamaca de Mayolo, ambas de 1975 y vistas por Caicedo. Este grupo de Cali fue marcado por gustos recurrentes como el del terror, la sangre, el vampirismo, la retaliación de los subordinados, el incesto, la cinefilia, que aparecen en la obra posterior de Ospina y Mayolo, sin embargo Caicedo solo comentó en detalle Oiga vea (1971) de sus dos amigos, en Ojo al cine número 1 de 1974. En un análisis secuencia por secuencia de este documental, Caicedo celebra y destaca sobre todo el uso de los recursos técnicos, como el emplazamiento de la cámara detrás de rejas, los zoom out, el sonido en off y no sincrónico, la voz del pueblo, que remarcaban su clara intención de hacer un “documental de contra información” que se oponía al “cine oficial” (Caicedo, pp. 273-280).
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Mauricio Durán Castro
Arquitecto de la Universidad de los Andes. Ha realizado diferentes cursos de producción y realización cinematográfica. Ha sido director del Cine Club de la Universidad Central y editor de la revista Cuadernos del Cine Club. Sus áreas de interés y conocimiento son la teoría y la historia del cine y la relación del cine con la ciudad moderna. Actualmente hace parte del Grupo de Investigación en Terrorismo e Imagen de la línea Imagen, Política y Arte.
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