De Mala Gana
Por Mónica Restrepo
Investigadora, artista y profesora
Instituto Departamental de Bellas Artes de Cali
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]INVESTIGACIÓN[/textmarker]
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Imagen: Aeropuerto El Dorado, Bogotá.
Créditos: periódico El Tiempo, Bogotá, Colombia.
Fotógrafos: Ana María García y Luis Lizarazo.
Tomado de la web.
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Cuando los hombres mueren, entran en la historia,
cuando las estatuas o las cerámicas mueren, entran en el arte.
Las estatuas también mueren
– Alain Resnais y Chris Marker, 1953
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Rumor
Primero una voz dice que andan diciendo. La expresión facial de quien oye la voz cambia ligeramente como para escuchar mejor. La voz, luego de asegurarse con un dicen, procede a repetir lo que se dice. Luego lo repetirá varias veces, en los momentos en que mejor le convenga, ante otros oyentes. La voz dice dicen, porque transmite un mensaje que no le pertenece, pues muchas otras voces también lo dicen. El acto de transmisión no implica compromiso alguno de su parte, o eso quiere creer. Ella no es como las otras voces, las que comenzaron todo, o eso quiere creer. Entonces lo sigue diciendo alto o bajito, a una persona o a un grupo. Evitando usar formas oficiales orales de publicación: declaración, canción, nota de televisión y mucho menos formas escritas: comunicado de prensa, editoriales, anuncios o denuncias. Todas estas formas de publicación vendrán después, cuando ya no quede nada:
En un campo de caña de azúcar listo para sembrar, perteneciente a una hacienda de nombre Malagana, comenzó todo. Dicen que hay monjas metidas en huecos hondos con agua hasta las rodillas buscando entre el barro. Retroexcavadoras a 25 000 pesos la hora, carros de valores y carros oficiales estacionados. Vendedores ambulantes vendiendo agua, sandis, chitos, salchipapa y huevo duro. Hace mucho calor y por lo menos algunos traen sombrillas o montan carpas provisionales para descansar y comer algo antes de proseguir la búsqueda. El terreno está literalmente compuesto de cráteres llenos de agua. Es peligroso excavar hacia los lados porque la tierra puede ceder y caerle a uno encima. Dicen que algunas personas murieron así, enterradas, imprudentes, por la fiebre del oro. Dicen que había gente de todas las clases sociales, señoras ricas con botas de equitación y sombrero, vestidas como para salir al campo, emisarios de los hombres más ricos del país, extranjeros que nadie sabe cómo se enteraron tan rápido, señoras intelectuales tomando fotos y dibujando las figuras de oro que luego eran cambiadas por dinero en efectivo, en dólares o pesos. Dicen que era un cementerio indígena de una cultura desconocida.
Gente que vivía en El Bolo, un pueblo muy cercano a la hacienda, encontró armaduras enteras y llenó costales de objetos de oro o, al contrario, solo encontró pedazos de alguna figura, estatuas pequeñas, dijes, anillos. Dicen que rompían la cerámica que encontraban para ver si por dentro tenía cosas de oro. Lo que no tenía interés económico se quedaba por ahí con los huesos y los dientes de esta gente desconocida. Un montón de vasijas rotas. Pedazos mudos de barro cocido. Objetos útiles sin utilidad, sin tradición, hundidos entre el barro, el agua y las pisadas de señoras y señores ricos, monjas, banqueros, niños, profesores de colegio, campesinos, amas de casa, guaqueros, buscadores de fortunas, políticos, desempleados. Formando una masa informe de restos, un caos de información imposible de leer por los arqueólogos que llegarían después. Primero fue el verbo (en forma de rumor, modulado por las voces) y luego un montón de cerámicas rotas.
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El desastre que está pasando
El retiro de la tradición después del desastre que está pasando, escribe el teórico libanés Jalal Toufic, es el retiro inmaterial de la tradición existente en los libros, el arte, el cine, los objetos, la arquitectura de una determinada comunidad que ha padecido un desastre y que para ella son importantes. Y aunque la cultura material de esta comunidad sobreviva, se restaure o rescate, la tradición, la base sobre la que estos objetos y este arte han sido construidos, se ha retirado. Así como su posibilidad de representación.
Cuenta Toufic, en su libro The Withdrawal Of Tradition Past a Surpassing Disaster (2) , que un fotógrafo en Beirut, luego de las guerras del Líbano, a comienzos de los años 90, comenzó a tomar fotos de algunos edificios ruinosos que todavía se mantenían de pie, donde vivían muchas familias de refugiados y que se habían vuelto sitios casi invisibles para la ciudad. Todas las fotos le salieron borrosas, no se podían realmente apreciar los edificios con sus texturas, sus grietas, su polvo, sus huecos de bala, sino una superficie borrosa, desenfocada, una especie de figura fantasmal de cada uno. Toufic interpreta esta imposibilidad de tomar la imagen “real” de los edificios como la prueba de que la tradición se ha retirado y no permite “representar” los edificios tal cual. A pesar de que la guerra haya pasado, el fotógrafo no puede tomar la foto bien, algo en su accionar lo hace volver a repetir un gesto rápido y afanoso. Como con miedo de que por cualquier esquina alguien le vaya a disparar. Es como si las imágenes de los edificios no estuvieran disponibles para él. Dice Toufic que cuando sucede un desastre, lo primero que un artista, cineasta, escritor debe hacer, es reconocer esta imposibilidad de representar de nuevo las cosas como son. Luego del desastre nada es igual, así las cosas existan físicamente y puedan ser reconstruidas. Dice que los historiadores carecen de esta visión porque la persistencia material de los documentos los ciega ante la posibilidad de tener que aceptar que hay algo en ellos que está ausente. Por lo tanto, dice Toufic, primero hay que encontrar una manera de aceptar que algo no está disponible y luego “inventar” una forma de resucitarlo.
¿Qué veo cuando entro al Museo del Oro del Banco de la República en Cali donde se supone hay objetos que fueron encontrados en el cementerio en la Hacienda Malagana? Dioramas, vitrinas, paredes, esculturas, joyas, cerámicas, herramientas y un hombre tamaño natural hecho en algún material resistente ataviado con objetos de oro. El Museo del Oro cumple en Colombia la extraña función de preservar y difundir el patrimonio de las culturas prehispánicas. Tan pronto me acerco a las vitrinas, me aburro, no pienso nada, me quedo muda. Creo que no veo ni entiendo nada de lo que está en exhibición. ¿Será que esta teoría del retiro de la tradición podría aplicarse a esta sensación de aburrimiento, de incomprensión?
El fenómeno es más complejo de lo que parece porque, como dice Toufic, los que son sensibles a percibir el retiro de la tradición cuando un desastre sucede son los miembros de la comunidad a la que le sucedió el desastre. ¿Soy yo un miembro de esa comunidad? Aun sabiendo que no soy indígena, que soy mestiza con alto porcentaje de “blanca” (3), es una pregunta muy difícil de responder (4) . Toufic da una pista. Cuenta que en la película Hiroshima mon amour (5), de Alain Resnais, el arquitecto japonés, en una conversación con su amante, la actriz francesa, afirma: “¡Tú no has visto nada en Hiroshima!”, cuando ella le cuenta sus impresiones sobre las visitas al Museo de Hiroshima, al hospital y a los monumentos sobre la bomba atómica (6) que existen en la ciudad.
El libanés señala que esta declaración puede ser interpretada en dos sentidos: por un lado, el japonés le podría estar diciendo que ella, como mujer francesa apartada de la explosión atómica o sus efectos colaterales, no debería tener la presunción de creer que ha visto algo en Hiroshima. Pero, al mismo tiempo, podría estarle diciendo que ella no ha visto nada en Hiroshima porque ahora, estando allí, ha experimentado la nada que deja el retiro de la tradición debido al desastre que está pasando.
Esta reflexión de Toufic hace que me cuestione sobre mi posición delante de estos objetos en el Museo del Oro de Cali. ¿Será que yo no he visto nada, porque, 1) he sido apartada del genocidio y exterminación de los pueblos indígenas de Colombia, y 2) porque al haber crecido aquí y visitado lugares como el Museo del Oro, experimento el vacío, el aburrimiento, la incomprensión, el retiro de la tradición a causa del desastre?
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Visitas a museos
Dice la actriz francesa cuando cuenta su visita al Museo de Hiroshima: “Cuatro veces en el museo de Hiroshima he visto a la gente paseando pensativa entre las fotografías, las reconstrucciones a falta de otra cosa, entre las fotografías, las fotografías, las reconstrucciones a falta de otra cosa, las explicaciones a falta de otra cosa” (7).
A falta de otra cosa, las fotografías, las reconstrucciones, reiteradas, repetidas en sus palabras. En el Museo del Oro están las explicaciones y las reconstrucciones en forma de dioramas en vitrinas. Las fotografías no muestran la tragedia de ayer ni la de hoy, sino clichés de indígenas colombianos (8), sonrientes y en paz, tejiendo o pintándose las caras. Junto con las representaciones del buen salvaje están las explicaciones de la técnica orfebre. La técnica de la creación de figuras de oro. El museo antropológico de las culturas indígenas que sobreviven en Colombia todavía no existe, tampoco el del genocidio de las que han desaparecido. Hay, en cambio, museos arqueológicos en casas del periodo colonial regadas por el territorio con objetos excavados de la tierra —en su mayoría cerámicos— e informaciones científicas someras.
Existen sedes del Museo del Oro en todo el país. Y en la sede principal, en la capital, separados del resto de los objetos encontrados debajo de la tierra, hay 38 500 objetos de oro provenientes de lugares diferentes, entre ellos los encontrados en la Hacienda Malagana, todos juntos. Acompañados por otros objetos y otras palabras que ayudan a contextualizar el viejo mito de El Dorado, ese rumor que hizo que los españoles en sus viajes de exploración exterminadora estuvieran siempre buscando una laguna donde una comunidad indígena arrojaba figuras de oro. Una laguna que se formó en la imaginación. Hecha del exceso que hubieran podido imaginar en sus cabezas los conquistadores que comían oro.
Imagen 2: Guaman Poma, Nueva crónica y buen gobierno, 1615. Cómo se descubrieron las Indias del Perú, p. 370. Dibujo #147: El Ynga pregunta al español qué come. El español responde: “Este oro comemos”. Créditos: Siglo XXI Editores, Edición crítica del Guaman Poma, México, 1980.
Sin embargo, en el Museo del Oro, que administra el Banco de la República de Colombia, ese lugar, esa promesa o esa fantasía de laguna llena de oro, existe, se ha materializado, se llama la “Sala de la ofrenda” y está ubicada en el cuarto piso de su exhibición permanente, en Bogotá. Primero fue el verbo (en forma de rumor, modulado por las voces), luego un montón de cerámicas rotas y luego una laguna fantástica llena de oro avalada por el Estado.
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Visajes luminotécnicos
A la “Sala de la ofrenda” del Museo del Oro en Bogotá, se entra en grupos pequeños. Me tocó entrar con un grupo de jóvenes extranjeros. Al principio, todo está oscuro, negro. De repente, se escucha el sonido de un instrumento, tal vez una ocarina. Luego una voz comienza a cantar. Luego se unen otras, son voces con muchos años, mayores. Voces que cantan en una lengua indígena desconocida para mí. Se escuchan instrumentos de viento muy leves e instrumentos construidos con semillas. Las voces van llenando el espacio.
Luego unos truenos se escuchan y unas luces centellean por aquí y por allá, iluminando unas vitrinas que están adosadas contra las paredes, que son circulares. Son casi 360 grados de vitrina. Los objetos de oro brillan bajo la luz de los rayos artificiales que vienen y van. Hay algo que sobrecoge en el ambiente. Poco a poco, acompañados por las voces de los mamos koguis (9) que cantan una canción que no puedo conocer, que no está disponible para mí (la tradición se ha retirado), se van distinguiendo muchos objetos de oro organizados según su forma, armando una especie de paisaje que rodea el espacio donde estoy parada. Se van iluminando aves de distintas clases, murciélagos, lagartijas, sapos, ranas, lunas, hombrecitos con cabezas anchas, hombrecitos-rana, hombrecitos-lagartija, hombrecitos-jaguar, discos, palos, palitos, anillos, pectorales, zarcillos, collares, fragmentos de collares, platos, pulseras, cascos.
Una luz azul, proveniente de las vitrinas, comienza a iluminarlo todo de manera homogénea. Sin duda, estamos dentro de la laguna, la laguna llena de oro que los españoles se imaginaron, producto de algo que unos indígenas espantados les contaron. Un rumor vuelto fantasía, una fantasía vuelta escenografía que se materializa centenas de años después o que tal vez no ha dejado de materializarse (10). En el piso, en la mitad de la sala, comienza a iluminarse otra vitrina redonda que contiene más “tesoros”. Los gringos y yo, parados en la sala, estamos pasando por la experiencia de descubrir El Dorado. El sonido de las voces disminuye. Las luces van pasando de azul, a verde, a amarillo. Ahora todas las vitrinas se iluminan por completo con una luz amarilla resplandeciente. El oro brilla, como el sol, delante de nosotros. Las voces callan.
Ahora se pueden contemplar mejor las figuras que decoran la escena que acabamos de experimentar: en la pared del centro se ve una especie de eclipse, donde se unen en círculo figuras antropomorfas y geométricas que luego se van esparciendo hacia afuera y se vuelven paisaje. Un paisaje campestre, rural, selvático, ¿sagrado? —ninguna palabra parece adecuada— armado con objetos de diferentes personas, comunidades, culturas y épocas. Luces de colores, vitrinas y voces de mamos koguis mayores al servicio de la experiencia luminotécnica que alaba la fascinación del banco por el oro. La fascinación del blanco por el oro.
Especulo sobre las decisiones que los antropólogos, arqueólogos e historiadores tomaron para hacer esta parodia, este remedo de experiencia, con los objetos desprovistos de tradición. Es como si ante el vacío de la tradición que se ha retirado surgiera la necesidad de escenificar “otra” tradición, que es, precisamente, la del tenedor (¿el vencedor?) de los objetos, es decir, el banco. Cambiando, negando, ignorando, disfrazando, la tradición indígena y su desaparición por la del culto capitalista al oro. Es como dice Toufic: así el material se haya recuperado y coleccionado, su sustento se ha retirado, no queda sino el desastre que sigue pasando.
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Vitrina vacía
Cuando fui a Palmira a visitar el museo arqueológico donde habían conservado una pequeña cantidad de objetos encontrados en el saqueo del cementerio indígena en la Hacienda Malagana; me pareció curioso encontrar una vitrina completamente vacía al final del recorrido que decía: “Las piezas que faltan en esas vitrinas, y que reposan en colecciones privadas y museos extranjeros, queremos que sean devueltas para que las nuevas generaciones puedan apreciar algo más que el brillo engañoso de la ambición y sientan que tienen raíces profundas en este territorio, que su identidad va mucho más allá de la expropiación y la conquista violenta”.
Esta cita me lleva a recapitular los hechos tal y como que me fueron contados por un grupo de voces (11). La historia comienza a finales de 1992, no en 1993, como miente el periódico (12). Un rumor se esparce por la zona aledaña a la Hacienda Malagana. Unas voces dicen que un trabajador descubrió por error una tumba indígena llena de oro, joyas y objetos preciosos. Dicen que él se llevó lo que pudo en un costal y nadie lo volvió a ver. La gente de El Bolo, San Isidro y Candelaria, municipios muy cercanos a Palmira, comienzan a ir y venir por la carretera que va hacia la hacienda. Es cierto. Hay oro. Y no es solo una tumba, sino un cementerio al parecer grande. Los dueños no viven en el país. De ahí a cuando se enteran ya es demasiado tarde y, por su propia seguridad, prefieren no hacer nada. Es su terreno, pero ¿es de ellos lo que está debajo? El Estado dice que no. Además ya está lleno de gente. ¿Podrían haber sido ellos los que avisaron a los otros ricos que llegaron a comprar? ¿A comprarle a quién? Pues al primero que llega, al que hace un hueco y coge con sus manos objetos valiosos.
El saqueo funcionó de manera caótica pero siguiendo una lógica muy simple: enunciando el principio de la propiedad privada: “Este hueco es mío, todo lo que encuentre en él es de mi propiedad”. Hay campamentos alrededor de los huecos con propietario. La noticia del oro llega a todas partes, muchas personas con afán de volverse ricos ya sea vendiendo lo que encuentren o coleccionándolo, vuelven el territorio un paraje lunar, lleno de huecos y de propietarios. Dicen que es tan grande el cementerio que ni siquiera me alcanzo a imaginar lo que fue. “Hasta donde se te pierda la vista, hay huecos y gente como hormigas”. “Es la fiebre del oro”, dicen, “la gente está dichosa”. Dichosa como las empresas y las multinacionales o los españoles comeoro que extraen recursos naturales, materias primas que no tienen dueño, o eso quieren creer. Petróleo, oro, carbón, flores, cocaína, da igual.
En Malagana se cree que se extrae oro, es decir, capital, ni una palabra sobre los muertos: “Es que yo le doy gracias a dios de haber visto lo que vi”, dice una voz. “¿Es que eres tonta o qué? ¡Es oro, oro! ¡Por el oro se han hecho guerras!”, dice otra voz. “La cerámica es inferior en comparación con el trabajo que vimos en oro”, dice otra voz. “Y todo eso, ¿dónde está?”, dice mi voz. “En Estados Unidos, en Europa ¡yo no sé! Luego la fiebre del oro se acabó”, dicen todas. En enero de 1993 llegan los antropólogos en misión institucional para cercar un pedazo del terreno y poder hacer la investigación científica. Se instalaron a 800 metros de donde la gente seguía guaqueando (13). Dicen que siempre pasa lo mismo: los arqueólogos nunca encuentran tanto oro como los que saquean, porque siempre llegan tarde, porque la ambición va más rápido que la ciencia. La ciencia se queda con los restos de cerámica y la ambición individual con el oro.
“Expropiación y conquista violenta”. ¿Qué es lo que según la vitrina del Museo pueden aprender las nuevas generaciones, si realmente todo lo que se cuenta es el gesto de expropiación y conquista violenta? Ya sea a una escala muy pequeña, la vitrina vacía quiere condenar, señalar culpables. Pero lo que no dice, o tal vez no quiere aceptar, es que los habitantes de El Bolo, San Isidro, Candelaria, Palmira y Cali, participaron activamente en el saqueo de su patrimonio ancestral para venderlo a colecciones privadas en Bogotá y en el extranjero. Un gesto que se repite a diferentes escalas desde que llegaron los españoles a comer oro y nos lo enseñaron por herencia o por diferencia a sangre y fuego. Un gesto que se repite y se reitera con las voces delatoras que riegan el chisme del descubrimiento del oro y no del patrimonio, con las que negocian el precio con el mejor postor, con las que callan creyendo que nada les están quitando, con las que lo venden al banco. Un gesto asociado al desastre del que habla Toufic, a través del cual el desastre se extiende, sigue pasando, interiorizado: en nuestras voces y nuestras reacciones. Sorprendiéndonos una y otra vez, cada vez que se encuentra el legado de nuestros otros ancestros bajo la tierra.
En Malagana quedaron pisadas y huecos llenos de agua. Luego, cuando ya habían sacado todas las figuras de oro, cuarzo, cerámica y demás objetos de valor (capital); el municipio de Palmira o los dueños de la hacienda, no se sabe, mandaron a aplanar el terreno con unas retroexcavadoras. Otra vez la tierra quedó plana. Otra vez parecía un terreno más de caña listo para ser sembrado. Silenciado. Limpio de cualquier rastro. Con todos los huesos y los dientes revueltos. Un poco más ilegible y menos accesible a los científicos, a los historiadores o a los eventuales rastreadores del desastre que sigue pasando. De mala gana alguien lo volvió a dejar en buen estado.
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Maldición
Luego del saqueo en Malagana, comenzaron a aparecer otros rumores. Por ejemplo, la historia de cómo un zapatero, que luego de comprarse unos camiones para hacer viajes con la plata que recogió guaqueando, se murió cuando uno de los camiones donde iba manejando se desbarrancó en la carretera, en la primera salida. “El Bolo no volvió a ser lo mismo después. Mucha gente se enriqueció rápidamente. Construyeron casas, se veían las motos nuevas, los carros. Fue lo peor que le pudo pasar a ese pueblo”, dice una de las voces. “A mucha gente la mataron, otros se mataron en accidentes, otros cayeron en desgracia con los años, otros se volvieron borrachos o drogadictos y todo lo derrocharon. Eso era plata maldita”, dice la voz. Lo mismo pasa con la cocaína y el narcotráfico. Se sube rápido y se muere rápido. Se derrocha. Se muere en el exceso. Luego del saqueo, la dicha, las fiestas, vienen las muertes: “Era plata maldita”, comenzaron a decir. Sobre esos objetos de oro vendidos podría haber una maldición, pensó después la gente de El Bolo.
En Mi museo de la cocaína (14), en el capítulo dedicado al oro, Michael Taussig reflexiona sobre los mitos y leyendas alrededor de este mineral y su extracción en los ríos. En Santa María, ubicado en el río Timbiquí (15), relata las historias de las personas que extraen oro y cómo ellas siempre están a merced de los tratos con el diablo, del que se dice, dios hizo dueño del oro, porque la minería es una transgresión, que trae ambición y caos. Entonces cuando se busca oro hay que ir con cuidado porque la ambición puede matar y el diablo (al que se le conoce también como el cuidandero del oro) puede salir a la vuelta de la esquina: “Parece que muchos hombres hacen tratos con el cuidandero y están bien preparados para darle las almas que exige, lo que significa que usan magia o venenos deslizados en la comida o la bebida de la víctima hasta el día cuando ellos, también, tienen que pagar con sus propias vidas” (16).
En su libro El diablo y el fetichismo de la mercancía en Sudamérica (17) pasa algo similar con los trabajadores de cultivos de caña en los años setenta en Puerto Tejada. Descendientes de esclavos, luego de haber sido liberados tras la Independencia y nuevamente esclavizados por los terratenientes a través de salarios mínimos, arriendos y leyes, los trabajadores hacen pactos con el diablo para ser más productivos en el corte de caña. La plata que se consigue así, es plata maldita, es plata que hay que gastar rápido y derrochar en lujos innecesarios. El cortero muere joven, ya sea de cansancio o por algún accidente desafortunado. El minero también. Es el diablo que ha venido a reclamar su alma. Para Taussig este mito del diablo es una forma de resistir al capitalismo que va entrando poco a poco en estas comunidades precapitalistas (18). El acumular riquezas (capital) individualmente ya sea por cuenta del oro o del trabajo en los campos de caña trae muerte y destrucción.
Dice Taussig que no hay que tomarlo literalmente, como una obsesión o como una norma que guía ineluctable y directamente las actividades de todos los días, sino más bien como una imagen que ilumina la autoconciencia de una cultura de la amenaza planteada contra su integridad. Una imagen de este tipo no se puede ensamblar como una rueda dentada en un “lugar” estructural-funcional de la sociedad. En cambio, la creencia en el contrato con el diablo de los proletarios es un tipo de “texto” en el que está inscrito el intento de una sociedad por redimir su historia, reconstituyendo la importancia del pasado en los términos de las tensiones del presente (19).
Se podría decir, parafraseando a Taussig, que la creencia en la maldición “que cayó” sobre El Bolo es un tipo de “texto” en el que está inscrito el intento del pueblo por redimirse ¿de la culpa? por haber violado la paz de los muertos encontrados en la Hacienda Malagana. Aunque fuera demasiado tarde: el diablo, o en este caso, la maldición, llegó a El Bolo después de gastada la plata que dejó la venta del patrimonio en oro saqueado. No hubo voces que advirtieran el peligro de sacar y de vender esos objetos cuando se corrió el primer rumor. Es como si las voces estuvieran condenadas a desconocer la tradición y que algo, luego del saqueo, luego de la desgracia, las hiciera recordar. Adquiriendo una súbita consciencia del desastre que está pasando.
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Fluidos
Para los koguis, el Museo del Oro de Bogotá, donde se han coleccionado 38’5000 piezas de oro (20), gracias a la guaquería que ha estado por años al servicio del coleccionismo privado o público; está contaminado. En Mi museo de la cocaína Taussig cuenta que en el año 2003, un mamo kogui fue invitado por el Museo para preguntarle por la posibilidad de hacer una limpieza. El mamo, que nunca entra a sus instalaciones, les dijo que necesitaría la sangre menstrual y el semen de todos los trabajadores del banco, incluyendo los miembros de la junta directiva.
La única manera de limpiar todo lo que hay ahí y desagraviar a los ancestros, es participar de un rito de limpieza donando los fluidos del propio cuerpo, de los cuerpos que representan al banco. La propuesta fue rechazada. Hacer que todo el cuerpo institucional del banco performara este gesto, implicaba reconocer y aceptar muchas cosas. Pues además de participar en un actque busca devolverle la dignidad a Haba (21) y a las culturas prehispánicas saqueadas en sus lugares de descanso, este gesto implica reconocer otra visión (la de los koguis) de la colección de objetos como algo más que mercancías y símbolos de capital. Reconocer que esos objetos llegaron a la colección de una forma sucia e ilegal y que por lo tanto hay que limpiarlos. Aceptar la idea de que los fluidos del cuerpo podrían limpiar objetos. Reconocer que el cuerpo individual y el cuerpo institucional son uno solo y que, por lo tanto, los trabajadores deben donar sus fluidos. Y en última instancia, aceptar que la tradición indígena ha estado ausente del discurso del Museo, del discurso del Banco desde su fundación.
La potencia del gesto de donar dos tipos de fluidos de distintas personas —mujeres y hombres— para reconocer esta ausencia, va mucho más allá de las acciones comúnmente consideradas políticamente correctas en las que el gesto de desagravio está solo compuesto por palabras. Aquí se trata de sentirlo con el cuerpo, en un gesto donde el lenguaje está desplazado pues comienza con el acto de recoger el propio esperma o la propia menstruación, para que luego de este gesto mudo, los fluidos recogidos y mezclados en uno solo (esperma y sangre juntos), revueltos en un contenedor, sean conjurados en una lengua desconocida.
Los fluidos dan la vida, pero a la vez están estrictamente controlados en la cotidianidad del mundo capitalista. Aquí la mezcla de esperma y sangre menstrual del mensajero, de la señora de los tintos, del curador, del director del banco, de la administradora, participan en la concepción de un líquido de color rojo. Fluidos de gente de todos los estratos sociales, de distintas partes del país que, en silencio, los donan a un ritual indígena para hacer una mezcla que limpia. Una mezcla hecha de diversidad, de participación democrática, incluyente. Una mezcla que es mestizaje sin declaraciones públicas ni políticamente correctas. Mestizaje líquido y silencioso, material.
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[half]De Mala Gana es un proyecto que proviene de preguntarme como puede ser el barro usado como documento. Una idea que empecé a explorar retomando el gesto de la excavación y el saqueo de un cementerio indígena pre-hispánico ocurrido en 1992 en una hacienda en el Valle del Cauca, para proponer una serie de piezas performativas a partir de un texto que constantemente se re-edita para contar la historia de este saqueo a través de la acción.
Esta es la primera edición de ese texto. Ha sido publicado en el Concurso «Reconocimientos a la Crítica y el Ensayo Arte en Colombia» que realiza el Ministerio de Cultura con la Universidad de los Andes donde obtuvo una mención de honor en el 2016 y en la revista Cahiers du Post-Diplôme # 5 de la Escuela Europea Superior de la Imagen EESI en Francia, en el 2015.[/half][/row]
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Mónica Restrepo (Bogotá, 1982) vive y trabaja en Cali. Ha trabajado alrededor de la idea de documento performativo experimentando con materiales artesanales como el barro y medios inmateriales como el performance, el video, el texto. Estudió en el Instituto Departamental de Bellas Artes de Cali, en el Postgraduate Program de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de Lyon y en el Homework Space Program en Beirut. Ha colaborado con el Post-diplôme de la EESI en Francia. Es profesora en el Instituto Departamental de Bellas Artes de Cali. Entre sus exhibiciones están: To locate outside the sign, SCAN, Londres; Surface Matters, Glassbox, Paris; Flor o Florero, Galería Jenny Vilá, Cali; M-Other Tongue, Tenderpixel Art Space, Londres, Festival de video del Centro, Cali. Ha sido residente en Triangle France (Marsella) y en BAR project – E.M.M.A. (Barcelona).
1 Ver imagen anexa #2: El País, sábado 23 de enero de 1993, página interior A2. 2 El retiro de la tradición cuando un desastre está pasando. Disponible en inglés: Jalal Toufic, The Withdrawal Of Tradition Past a Surpassing Disaster, ed. Jalal Toufic, Fothcoming Books, 2009. 3 Decir “blanco” en ciudades como Cali no es lo mismo que decir “blanco” en Europa. El color de mi piel es el resultado de un racismo de generaciones y generaciones de hombres y mujeres que se casaron con “blancas” y “blancos” para “progresar”. Cf: Piel negra, máscara blanca, Frantz Fanon, primera ed. 1952, ed. Seuil, París. Traducción al español: Editorial Abraxas, 1972, Argentina. 4 Dice el arqueólogo Carlos Fernando Rodríguez, que no hay descendientes directos de las culturas que habitaron elValle del Río Cauca pues, en menos de 20 años, los españoles acabaron con todos. Sin contar, eso sí, los que huyeron antes del desastre. 5 Película hecha en 1959, con guion de Marguerite Duras. 6 Lanzada por el ejército americano el lunes 6 de agosto de 1948 sobre la ciudad de Hiroshima. 7 Diálogo transcrito de la película Hiroshima mon amour, Alain Resnais, Marguerite Duras, 1959. 8 ¿Se consideran colombianos los indígenas que habitan el territorio llamado Colombia? 9 Es la figura de máxima autoridad en las comunidades kogui, arsarios, kakuamo y arhuaco. Son hombres escogidos y educados desde muy pequeños para entablar comunicación con los seres sagrados de la cosmología kogui. 10 Ver imagen anexa #3. 11 Serie de entrevistas realizadas entre febrero y junio de 2015 a testigos del saqueo entre los que hay arqueólogos, gestores culturales, habitantes del sector y otros testigos presenciales. 12 Ver imágenes anexas del periódico El País. 13 Es curioso, pues la palabra “guaca”, en inca, hacía referencia a los espacios considerados sagrados como, por ejemplo: templos, santuarios, tumbas. Los lugares que eran wak'a (guaca) quedaban generalmente en los nacimientos de los ríos y otros espacios topográficos importantes. Estaban llenos de ofrendas y eran cuidados y honrados. Hoy en día, la palabra guaca se usa para referirse a un “tesoro” prehispánico encontrado, y el verbo guaquear se usa para referirse al acto de buscar y sacar el “tesoro” de la tierra para luego seleccionar todos los objetos en oro y cerámica valiosos que componen la guaca y venderlos como mercancías. 14 Mi museo de la cocaína, ed. Universidad del Cauca, 2013. 15 Corregimiento de Timbiquí, municipio del departamento del Cauca. 16 Mi museo de la cocaína, p. 9, ed. Universidad del Cauca, 2013. 17 El diablo y el fetichismo de la mercancía en Sudamérica, ed. Nueva Imagen, México, 1993. 18 Ibíd. 19 Ibíd. p. 132 - 133. 20 Es la colección más grande del mundo. 21 Es el nombre que los koguis le dan a la tierra, que es un ser viviente, creador de los hombres.